Historia Villa Paulita
La quietud del lago, el misterio de los bosques, el reto de las montañas. El aire limpio, las nevadas en calma, las estrellas próximas. En la zona más alta de Puigcerdà, mirando los cisnes del estanque y con los picos del Pirineo vigilantes, el entorno invita a la calma. Pero también a la práctica del deporte, a las caminatas, a la acción en plena naturaleza. Así lo sienten hoy nuestros huéspedes. Y así lo debieron sentir también Ramón Volart y su esposa cuando compraron esta hermosa vivienda en 1920. Ya hacía algunos años que veraneaban en Puigcerdà, pero a partir de esa fecha se vincularon definitivamente con este lugar al adquirir la villa más especial de todas: la “torre” más próxima al estanque. En esta vivienda pasaron veranos felices cuatro generaciones consecutivas de la misma familia antes de convertir aquella casa tan especial en un hotel y abrir sus puertas a quien desee disfrutar de estas mismas sensaciones de sosiego y libertad. Una villa junto al estanque de Puigcerdà.
El veraneante Ramón Volart que encaraba los felices años 20 cuando se instaló en la casa, era un industrial barcelonés dedicado a los encajes. Aunque su padre también se había dedicado a estos especialísimos tejidos, fue el espíritu emprendedor de Ramón el que lo llevó al centro de Europa en busca de maquinaria de última generación y de mano de obra especializada para instalar los primeros telares de España capaces de fabricar a máquina los tules, blondas y encajes más delicados. Concienzudo en la fábrica y sumamente creativo a la hora de diseñar nuevos dibujos para las telas, Volart recogió muchos éxitos con sus tejidos, que fueron premiados en las exposiciones de Barcelona (1888), Zaragoza (1908), Bruselas (1910), Barcelona de nuevo (1929) y Sevilla (1930), aunque entre las mejores recompensas estaban la de ser proveedores de los Reyes de España y vestir con sus telas las ocasiones más solemnes de la clase alta en España: velos, echarpes, mantillas… El negocio exigía mucha atención. Pero no impedía que, invariablemente, cada verano, el matrimonio Volart y su hija Elvira regresaran a Puigcerdà.
La capital de la Cerdanya comenzaba a estar de moda. Ya en el último tercio del siglo xix, Puigcerdà era el sitio que habían elegido para descansar unos pocos privilegiados barceloneses que comenzaron a construirse hermosas quintas, residencias veraniegas en las afueras del entorno amurallado que aún cercaba la urbe de origen medieval. Aquellos veraneantes primeros señalaron con su presencia el lugar e hicieron que la Barcelona acomodada mirara hacia esta remota zona pirenaica. Su acceso era difícil, es verdad, pero el entorno resultaba tan envidiable que las casas de residentes veraniegos comenzaron a multiplicarse. Sobre todo cuando, finalizada la última Guerra Carlista en 1876, el ayuntamiento derribó la muralla para hacer más fácil el acceso a esas nuevas residencias y a los numerosos huertos que rodeaban el pueblo.
Uno de aquellos campos de cultivo, situado junto al estanque, fue adquirido en 1887 “para convertirlo en un poblado que ha de reunir los mayores atractivos”, decía la prensa local aquel mes de agosto. Siguiendo esa idea inicial, se urbanizó la zona que se había comenzado a arbolar el año anterior y se preparó para construir en ella media docena de chalets que (según afirmaba el periodista de la crónica) tendrían grandes ventajas sobre el resto: la de contar con agua de riego y potable y, sobre todo, su emplazamiento en el punto más elevado de la población, que significaría para sus habitantes, “aires más sanos” y “admirables vistas”.
Aún tardaron varios años en completarse todas las villas, llamadas localmente “torres” y destinadas al recreo de forasteros. De estilo ecléctico, tienen planta en forma de cruz y, en uno de sus brazos, se levanta una torre que, muy lejos del aspecto defensivo de la arquitectura que las inspiró, se convierte en el lugar más hermoso para admirar la Cerdanya. Las villas se distinguen por su bicromía en rojo y marfil que quiere recordar a Brunelleschi y todas ellas, junto al estanque y junto al parque que hay en las inmediaciones y que se crearía en 1925, se han ido convirtiendo en un conjunto que identifica a Puigcerdà tanto como sus viejos espacios medievales. Un grupo urbano que, desde hace más de un siglo, mantiene todo su encanto decimonónico y su aire delicado y algo decadente.
Tiempo de ocio, tiempo de negocios
Ramón Volart alquilaba cada verano una vivienda desde la década de 1910. Junto a otras familias de “la colonia” (llamada así en oposición a “la villa”, formada por los habitantes habituales de Puigcerdà), el barcelonés ocupaba la temporada estival disfrutando de lo mejor de La Cerdenya: excursiones a los bosques, caminatas a la montaña y algunas actividades sociales de la época como bailes y funciones benéficas.
Siendo un hombre ya bien conocido en la región (tanto su posición como su carácter contribuían a ello), un año fue invitado a una importante celebración: las obras de la línea de ferrocarril entre Ribas de Freser y Puigcerdà entraban en su recta final. En cuanto se finalizara ese tramo, se culminaría una obra en la que llevaban empeñadas varias generaciones y distintas empresas: unir por tren Barcelona y Puigcerdà luchando contra una orografía endiablada. Una ocasión como esa era propicia para comentar las grandes ventajas del ferrocarril, los ahorros considerables de tiempo que supondría y la comodidad que significaba para los veraneantes haber aproximado su residencia habitual y su lugar favorito de descanso. Alguien sugirió a Ramón Volart que era el momento de hacer una oferta por la más hermosa de las villas, la que estaba situada junto al lago. Y Ramón Volart hizo esa oferta. En julio de 1920, Ceretania, el periódico local, anunciaba que aquella torre recientemente adquirida había recibido el nombre de Villa Paulita en honor a Paulita Pich, esposa de Volart y nueva propietaria. Y públicamente, el redactor deseaba a la pareja “que por muchos años puedan disfrutar de ella con toda felicidad”. Sus deseos se cumplieron.
Los años 20 y el inicio de los 30 fueron años amables para los habitantes de Villa Paulita. La vivienda acogía la época de descanso de Ramón Volart y le permitía practicar la doma de caballos, una pasión que heredarían sus nietos, aunque él domaba potros con destino a formar troncos para sus carruajes, y su nieto Ramón Estany practicaría la doma de concurso. Para eso habrían de pasar muchos años, pero es posible que el industrial pensara en unos nietos que aún no tenía cuando, en 1925, cinco años después de comprarla, abordó una importante reforma en su casa de verano. La preparó y la modernizó. Añadió detalles personales como una cristalera emplomada para las puertas de acceso que recordaba enormemente los delicados diseños geométricos de sus encajes. Puso extravagantes (según el entorno) notas de color haciendo colocar vidrios de color en distintas ventanas. Y dejó la casa lista para acoger a su creciente familia, pues al final de ese mismo año, Elvira, su única hija, contrajo matrimonio con José María Estany. El matrimonio le dio tres nietos.
También para Puigcerdà fueron tiempos felices aquellos años. Desde 1922, cuando el ferrocarril entró finalmente en servicio, y hasta el inicio de la Guerra Civil, la localidad se convertía cada año y durante tres meses en un lugar encantador, elegante y cosmopolita donde coincidían políticos, industriales y una interesante nómina de intelectuales. Entre los que se dejaron ver en aquellos años en visitas y tertulias hay que citar a los escritores Narcís Oller y Jacinto Verdaguer, el pintor Santiago Rusiñol, el arquitecto Antoni Gaudí, el historiador Emmanuel Brousse o los músicos Isaac Albéniz y Enrique Granados. Los paseos por el parque Schierbeck, los hoteles elegantes, el Gran Casino, la animación del kiosco-restaurante del lago… Todo se detuvo en 1936.
A partir de los años 40, el ritmo que recuperó Puigcerdà fue diferente. Los protagonistas de “la colonia” regresaron, aunque ya no exclusivamente en verano: Puigcerdà estaba cada vez más cerca y ellos habían descubierto los deportes de invierno. El Club de Golf de la Cerdanya y las pistas de esquí de La Molina se convirtieron en dos de los lugares más habituales en los que se reunían las nuevas generaciones de barceloneses enamorados de esta tierra.
La hípica, la doma, las excursiones al bosque, las subidas a los picos de montaña próximos… los nietos de Volart aprendieron a amar La Cerdanya bajo la mirada atenta del patriarca, pues don Ramón aún dirigió algunos años su empresa y se mantuvo al tanto de cuanto sucedía en su casa. A su muerte, y mientras su yerno tomó las riendas de los telares, fue su hija Elvira la que dirigió los destinos de Villa Paulita, donde se reunía cada verano, ya en los años 60, toda la familia: el matrimonio, sus tres hijos con sus respectivos cónyuges y los nietos. Todo un batallón que ocupaba la Villa de arriba abajo haciendo uso de la misma distribución que Volart dispuso en su reforma de 1925. En el semisótano quedaba la zona de servicios: una carbonera, planchador, lavadero y la cocina que se comunicaba con un office en la primera baja a través de un montacargas. En esa planta baja y además del office citado y del recibidor, había dos comedores (uno de ellos para los niños), dos salones (uno destinado al piano) y un lavabo. La planta principal la ocupaban cuatro habitaciones nobles, todas ellas con cuarto de baño propio, y una habitación pequeña. La segunda planta era el reino de los niños, pues en ella había un gran salón de juegos con ping-pong y billar rodeado de las habitaciones que ocupaban los más pequeños junto a sus niñeras. También estaban allí las habitaciones del servicio. Y desde esa misma planta, y por una escalera de caracol, se accedía al torreón. En el jardín continuaban los juegos infantiles y, para que esta nueva generación siguiera amando esa casa y esa tierra, Elvira, la abuela, asignó árboles a cada uno de sus nietos. Hasta los últimos años del siglo xx, Villa Paulita o la Torre de Volart, como también la han llamado desde siempre los habitantes de Puigcerdà, ha sido el centro de reunión familiar y el lugar de convivencia veraniega. Solo al borde del siglo xxi los herederos de Volart, habitantes de tiempos nuevos y de ritmos de vida diferentes, dejaron de visitar regularmente la Villa.
Convertir la casa familiar en este hotel fue para ellos la mejor forma de compartir sus hermosas experiencias y de contagiar la felicidad que esta villa ha dado a sus habitantes desde 1920. Abrir sus habitaciones, transformar las caballerizas en restaurante y remozar el jardín han sido una forma de conseguir que el espíritu emprendedor, creativo y vividor de Ramón Volart siga vivo. Y que el nombre de Paulita, la mujer a la que amó, siga presidiendo la villa más hermosa de todas, la de al lado del estanque.